martes, 2 de julio de 2013

LECCIÓN DEL DOLOR


El sufrimiento, no lo olvides, puede cumplir en nosotros un fin necesario.  Es un crisol que nos purifica de escoria, que nos libra de todo aquello que perjudicaría nuestro carácter.  Templa nuestra vida, nos ayuda a eliminar nuestro orgullo, nuestro amor propio, nuestro egoísmo  que lo quiere todo para si mismo.  El sufrimiento nos enseña a confiar en Dios y elimina nuestra indiferencia hacia todo lo que es puro y elevado.  El sufrimiento purifica nuestro carácter del torpe orgullo de nuestra espiritualidad.  Porque, cosas absurdas, podemos caer en el pecado de idolatrar nuestra propia bondad y nuestros propios méritos.

El sufrimiento debe inducirnos a interesarnos en los problemas y en las necesidades ajenas.  Debe ayudarnos a ser  menos duros con los demás, más tolerantes  con las actitudes y con las ideas que no concuerdan con las nuestras.  Sobre todo debe enseñarnos que al que ama a Dios todas las cosas le son para bien, aun las que duelen mucho.  Llevemos, pues, sin quejas, la cruz de nuestra lucha y de nuestro dolor.

Recuerda aquella vieja leyenda según la cual un hombre recorría el camino de la vida llevando una pesada cruz de hierro.  Una noche oró a Dios con todo fervor para que su cruz le fuese quitada y substituida por otra de rosas.  Le parecía  que sería mucho más agradable llevar una cruz de rosas en lugar de la de hierro.
Reconocía que debía de llevar alguna cruz, porque, al fin  y al cabo, todo ser humano debe cargar con una, pero ¿por qué no de rosas?  Al despertar a la mañana siguiente encontró una cruz de rosas afirmada a su espalda, de manera que empezó el camino de ese día animado y contento.  ¡Cuánto más agradable era la fragancia de las flores que el peso del hierro!  Sin embargo, pronto comenzó  a comprender que las rosas tenían espinas.  Antes de haber avanzado mucho éstas comenzaron a clavarse sin misericordia en su carne.  Antes de que llegara la noche, la sangre manaba abundantemente de su cuerpo en todo lugar donde las espinas se habían hincado.  No  siéndole posible avanzar más  con su carga tan penosa oró de nuevo y dijo: " Oh Dios, que no puedo llevar la cruz de rosas.  Es todavía peor que la de hierro, pero  permite que en tu infinita misericordia reciba una cruz de oro y te aseguro que seré feliz con ella."  Cuando  se levantó  a la mañana siguiente, halló que también esta vez su oración había sido contestada.  De manera que emprendió encantado el camino del día, llevando sobre su espalda una resplandeciente cruz de oro.  Pero antes de haber andado mucho rato, se vio rodeado de ladrones que lo asaltaron y lo hirieron.  Le robaron su cruz de oro y lo dejaron como muerto junto al camino.  Horas después, cuando volvió en sí, balbuceó una oración:  "Padre misericordioso, devuélveme la cruz de hierro.  Ahora comprendo que es la única que puedo llevar."  ¿Entiendes la enseñanza que hay en esta leyenda?

No te quejes de tus sufrimientos.  No pierdas el tiempo compadeciéndote de ti mismo.  El que lo hace revela falta de madurez.  Por otra parte la queja no es el remedio para el dolor.  Aceptemos nuestras cargas con espíritu digno, con humildad, sin rebeldías.  Y no caigamos en la debilidad de pensar que sufrimos más que los demás.  Lo que ocurre es que a veces los demás no exhiben sus sufrimientos como  lo hacemos nosotros. 
Saben sufrir, rodean su dolor de un ambiente de dignidad que lo aristocratiza.  Recuerda que Sócrates decía: "Si los infortunios de toda la humanidad se pusieran en un solo montón y cada uno tuviera que tomar una posición igual, la mayoría de la gente se conformaría con tomar sus infortunios propios y marcharse."

Braulio Perez Marcio, Vislumbres de esperanza, cartas a mi hijo